Si no soy capaz de escucharme, ¿cómo voy a ser capaz de comprenderme?
PRIMERA PARTE - Descifrando el lenguaje universal de nuestras emociones: Un viaje hacia la comprensión de su función esencial y su impacto en nuestra adaptación.
AUTOCONOCIMIENTO
Conocerse emocionalmente es uno de los cimientos que nos permite comprendernos a nosotros mismos, es decir, entender nuestros pensamientos, nuestras vivencias y los aprendizajes que de ellos emanan. Escuchar las emociones equivale a sintonizar con unas señales internas que nos guían. Las emociones son reacciones psicofisiológicas ante estímulos que tienen un gran significado para nosotros y que cumplen una función esencialmente adaptativa, preparándonos para actuar ante esos estímulos. Estas respuestas existen desde mucho antes que nuestra generación actual. Por tanto, cuando no atendemos a lo que sentimos, renunciamos a una brújula interna de inmenso valor, pulida durante millones de años con un propósito primordial: nuestra supervivencia. Por eso, las emociones nos ofrecen información tanto sobre nuestro mundo interno como sobre el entorno que nos rodea, y atenderlas es, sin duda, un requisito fundamental para preservar nuestra salud mental y abrir nuestro camino hacia un pensamiento superior que nos proporcione un cierto equilibrio emocional.
Las emociones se conciben como procesos psicológicos y biológicos que preparan al organismo para adaptarnos al medio en el que vivimos. Cada emoción involucra cambios corporales involuntarios como pueden ser, cambios en el ritmo cardíaco, la sudoración, etc., modificaciones en el pensamiento y un impulso a actuar de una determinada manera. De esta forma, se puede decir que la función principal de las emociones es la supervivencia y la adaptación del organismo, funcionando como un termómetro interno que nos indica cómo nos afectan las experiencias que compartimos y vivimos.
Principalmente, podemos distinguir, ante todo, dos grandes categorías: las emociones básicas, innatas y universales, y las complejas, forjadas por la experiencia. Ya en 1872, Charles Darwin habló de unas emociones “cardinales” compartidas incluso con otras especies, y Paul Ekman, basándose en aquel hallazgo, definió seis de ellas —miedo, tristeza, ira, alegría, sorpresa y asco— que cualquier rostro del planeta puede expresar y reconocer de igual modo. Esto, se confirmo en estudios posteriores, donde personas de culturas muy diferentes reconocían al menos cinco de ellas (temor, sorpresa, felicidad, tristeza e ira) en expresiones faciales idénticas. Estas reacciones primarias se forjan desde el nacimiento, expresándose por medio de llantos, sonrisas o gestos, y constituyen un legado común a toda la humanidad. Al ser innatas, también se considera que incluso antes del nacimiento ya tienen presencia en el feto humano.
Por el contrario, las emociones complejas requieren del sustrato de la cultura y de la reflexión interna. Culpa, vergüenza u orgullo emergen cuando combinamos o evaluamos las emociones básicas: los celos, por ejemplo, nacen de una fusión de ira y miedo. A diferencia de las primeras, estas emociones de orden superior no siempre se leen a simple vista y pueden prolongarse en el tiempo, amplificando su intensidad y, en no pocas ocasiones, comprometiendo nuestro bienestar interior.
Además de las emociones básicas y las complejas, existe un tercer nivel: las metaemociones, esas reacciones que emergen al experimentar un sentimiento sobre las emociones que experimentamos. Son, por así decirlo, la emoción sobre la emoción. Por ejemplo, la vergüenza que nos invade al enfadarnos, la culpa que surge tras un ataque de celos o el alivio que nos proporciona el amor romántico expresado desde la alegría. Estas pulsiones, condicionan de forma profunda la manera en que gestionamos nuestro mundo afectivo e influyen en gran parte de las decisiones que tomamos. Ya en su época, Sigmund Freud, apuntó que tendemos a reprimir lo doloroso para resguardarnos, aunque ese material que rechazamos no desaparece, sino que pervive en el inconsciente y se filtra en sueños y en futuros síntomas histéricos. Es precisamente el Superyó —nuestro juez interno— quien activa las metaemociones, reforzando así los muros de la represión.
Para Sigmund Freud, la represión era el mecanismo central de su época. Las personas buscan rechazar los impulsos, los deseos e incluso los recuerdos dolorosos, pero ese rechazo hacia las emociones generadas no desaparece, sino que mantiene su efectividad psíquica en el inconsciente. Freud resume esta idea afirmando que "lo reprimido se sintomatiza". Así, emociones no procesadas (como la ira o el miedo) son empujadas al inconsciente, dando lugar con el tiempo a síntomas neuróticos o psicosomáticos. En su concepción, gran parte de nuestra vida emocional está oculta fuera de la conciencia, atrapada por el Superyó (conciencia moral) y sólo emerge en sueños, lapsus o síntomas físicos. De aquí nace la importancia de la terapia psicoanalítica: sacar lo inconsciente a la luz.
Carl Jung complementó la visión freudiana y diferencio tres niveles dentro de la psique humana: la conciencia (con el Yo en su centro), el inconsciente personal (donde reside lo reprimido y lo olvidado) y un inconsciente colectivo compartido por toda la humanidad. Para Jung, hay sentimientos sentimientos primarios profundos que emergen del inconsciente (personal o colectivo) y que el individuo debe aprender a reconocer e integrar. Por eso, el proceso de individuación consiste en tomar conciencia de la sombra y las propias pulsiones para alcanzar plenitud mental.
Paul Ekman retomó la herencia darwiniana mostrando que las emociones básicas tienen expresiones faciales universales y una base biológica. En sus estudios trans-culturales sobre las seis emociones básicas que identificó, se confirmo que, en cinco de ellas, personas de todo el mundo las interpretaban de la misma forma, lo que abrió el camino del estudio de las microexpresiones, demostrando que incluso algunos músculos faciales generan movimientos involuntarios que revelan emociones ocultas. Su trabajo subraya que ciertas emociones básicas son “circuitos” neurológicos heredados, claves en nuestra comunicación no verbal.
Daniel Goleman popularizó el concepto de inteligencia emocional (IE). En 1995 definió la IE como la capacidad de reconocer las propias emociones y las de los demás, y de gestionar la respuesta ante ellas. Para Goleman, no basta con saber sentir, sino que es esencial saber responder en vez de reaccionar impulsivamente. La IE incluye habilidades como el autoconocimiento (identificar lo que sentimos), la autorregulación (controlar los impulsos), la empatía (comprender al otro) y las habilidades sociales. Goleman destaca que una alta inteligencia emocional permite afrontar el estrés y resolver conflictos de forma positiva, mejorando así nuestro bienestar.
Entre los autores contemporáneos, la regulación emocional y el trauma han cobrado bastante protagonismo. El psicólogo James Gross, propone que podemos intervenir conscientemente en cualquier etapa de la generación emocional (cambiando la situación, el enfoque atencional, la interpretación cognitiva o la expresión), dando lugar a estrategias como la reevaluación cognitiva o la supresión. Estos enfoques destacan que no somos meros esclavos de los sentimientos. Al contrario, podemos modularlos intencionadamente. En el campo del trauma, el psiquiatra Bessel van der Kolk, subraya el impacto de las emociones no procesadas en el cuerpo, advirtiendo que “mientras guardes secretos y reprimas información, estarás fundamentalmente en guerra contigo mismo”. Para van der Kolk, los traumas infantiles dejan emociones y memorias corporales almacenadas, y sólo permiten sanar cuando se hacen conscientes de forma segura. Por lo tanto, no reconocer lo que sentimos puede perpetuar nuestro malestar interior.
Es bueno conocer esta información y las diferentes perspectivas alrededor de las emociones. Pero, ¿cómo consideráis que podemos aprender a escucharnos y aceptar lo que sentimos sin generar una ansiedad que afecte a nuestro bienestar?




