El amor: entre la emoción que eleva y la adicción que consume
El amor puede elevarnos hasta lugares que no sabíamos que existían… o arrastrarnos a rincones de nosotros mismos que preferiríamos no mirar. Entre la luz que inspira y la sombra que desestabiliza, todos hemos sentido alguna vez que amar es, al mismo tiempo, un regalo y un riesgo.
RELACIONES SALUDABLES
El amor es una de las experiencias más intensas, contradictorias y transformadoras que podemos vivir. Inspira poesía y desata tormentas, mueve decisiones que cambian el rumbo de una vida y, al mismo tiempo, puede convertirse en un territorio confuso donde se mezclan deseo, necesidad, apego y dependencia. A veces nos vuelve creativos, invencibles, llenos de luz. Otras, sin embargo, nos expone a la vulnerabilidad, la inquietud o la sensación de estar perdidos. Hay días en los que el amor puede sentirse como un refugio cálido, y otros en los que parece un laberinto del que no sabemos cómo salir. Y quizá tú también te lo has preguntado alguna vez: ¿lo que sientes es amor… o es una forma de adicción emocional?
La neurobióloga y antropóloga Helen Fisher, una de las voces más influyentes en el estudio del amor, sostiene que lo que sentimos no es una única emoción, sino la convergencia de tres circuitos cerebrales distintos: la atracción sexual, el amor romántico y el apego. Según explica, cada uno cumple una función evolutiva propia y, cuando se activan juntos, dan lugar a la compleja experiencia que llamamos “amar”. A principios de los años 2000, Fisher lo demostró en sus estudios con resonancia magnética funcional, donde observó que el enamoramiento activa de manera intensa el área tegmental ventral, región asociada al sistema de recompensa y a la liberación de dopamina. Era la primera vez que se mostraba de forma clara que el amor romántico tenía un correlato neurobiológico similar al de las conductas altamente reforzantes, lo que abrió la puerta a comprender por qué puede sentirse tan pasional, tan obsesivo… incluso tan adictivo.
Este hallazgo cambió la manera en que entendemos el amor. Según Fisher, el enamoramiento no es una emoción en sí misma, sino un sistema motivacional profundamente arraigado en la biología humana. Para ella, el amor romántico funciona como una adicción natural, una fuerza que nos impulsa hacia el otro con una intensidad que puede volverse irresistible.
Investigaciones posteriores de la neurocientífica Lucy Brown y la psicóloga Bianca Acevedo mostraron que, tras una ruptura, el cerebro activa zonas vinculadas a la abstinencia. La ínsula y el giro cingulado anterior —ambas regiones relacionadas con el dolor físico— se encienden junto con el núcleo accumbens, implicado en el deseo compulsivo. Este circuito es el mismo que se activa cuando alguien deja una sustancia adictiva de manera abrupta. Por esta razón, el desamor se siente prácticamente como un síndrome de abstinencia emocional.
La neurociencia no es la única disciplina que ha revelado la complejidad del amor. La psicología lleva más de medio siglo analizando cómo pensamos, sentimos y nos relacionamos en pareja. Robert J. Sternberg, uno de los mayores teóricos del siglo XX, propuso la teoría triangular del amor, en la que afirma que toda relación se sostiene sobre tres pilares fundamentales: intimidad, pasión y compromiso. Cuando alguno de estos elementos domina de manera desproporcionada, la relación se vuelve débil y una de sus salidas puede derivar en la dependencia emocional.
A esta perspectiva se suma la obra monumental de John Bowlby, creador de la teoría del apego. Sus investigaciones demostraron que la forma en que un niño establece sus primeros vínculos determina cómo amará en la adultez. Las personas con apego ansioso suelen experimentar un amor temeroso y dependiente, además de una búsqueda constante de validación. Quienes desarrollan un apego seguro, en cambio, viven el amor desde la calma, la autonomía y la confianza. Por lo tanto, el estilo de apego puede ser, en esencia, el mapa emocional que guía nuestras relaciones.
El amor no encaja completamente en ninguna de las categorías tradicionales. No es una emoción básica como el miedo o la alegría y tampoco es una adicción patológica, aunque pueda parecerlo bajo ciertas circunstancias. La ciencia apunta a una definición más sofisticada, considerando el amor como un sistema afectivo complejo que puede adoptar características adictivas cuando se convierte en la principal fuente de seguridad emocional de la persona. Es decir, el amor se vuelve adictivo cuando deja de ser una elección y se convierte en una necesidad. Es aquí, cuando se vive el amor desde la necesidad donde aparecen comportamientos como la obsesión, la ansiedad ante la distancia, la pérdida del yo, la fusión emocional y la tendencia a interpretar la ausencia del otro como una amenaza. En estas condiciones, la dopamina y el miedo se entrelazan, y el amor deja de ser un lugar seguro para convertirse en un refugio frágil y doloroso.
Por el contrario, el amor sano se construye desde la identidad, el autocuidado y la libertad personal. No busca llenar vacíos ni calmar heridas, sino acompañar y expandir la vida de quienes lo comparten. Podríamos decir que es una danza entre dos personas completas, no una lucha entre dos mitades que temen desintegrarse.
Al pensar en todo esto, no puedo evitar mirar hacia dentro y reconocer que el amor, en realidad, es un viaje que atraviesa diversos territorios. Creo que adopta más formas que vidas existen: el amor de una madre a su hijo, el amor hacia los amigos, hacia la naturaleza, hacia aquello que nos da sentido… Cada una de estas expresiones es tan valiosa como necesaria para aprender a amar con entusiasmo.
Si me detengo en el amor que llamamos romántico, siempre he creído que la chispa inicial cumple un papel fundamental. Sin ese primer destello —a veces suave, a veces arrollador— difícilmente nos abriríamos a conocer a otra persona. Aunque también pienso que, en algunas ocasiones, esa chispa aparece con el tiempo, cuando vamos descubriendo lo que nos atrae del otro y dejamos que el corazón se abra sin darnos cuenta. El enamoramiento puede nacer de un instante o de un proceso, pero, sea como sea, esa chispa no es eterna: sube, baja, se transforma.
Con el paso del tiempo, es frecuente que dejemos de esforzarnos. Damos al otro por sentado, creemos que su presencia es permanente, que siempre estará ahí. Y esa seguridad mal entendida desgasta. Agota la relación y agota el alma de quien deja de sentirse visto, elegido o valorado. En mi opinión, para no caer en ese desgaste que finalmente dinamita cualquier vínculo, es esencial que aflore una de las dimensiones más profundas del amor: la decisión de amar.
No hablo de forzar lo que no se siente, sino de comprender que, en las relaciones, a veces es necesario priorizar a la otra persona y hacer un esfuerzo en nombre de algo más grande que uno mismo: la vida que se construye juntos. El estrés, el trabajo, los desafíos personales, la frustración o la propia vida pueden nublar el brillo que antes parecía inagotable. Y antes de que eso ocurra, se vuelve imprescindible el apoyo, la comprensión y la empatía. Sin eso, estaremos condenados a repetir patrones, donde viviremos amores fugaces, que se desvanecen pronto y que carecen de sentimiento, de alma y de verdadera emoción.
Porque amar no es solo sentir. Amar también es decidir.
En esa mezcla íntima de emoción y elección consciente es donde —al menos para mí— el amor revela su forma más verdadera. Porque el amor real no esclaviza ni encadena: acompaña, sostiene y, sobre todo, libera.
Si miras con honestidad tu manera de amar, ¿te reconoces… o te sorprendes?, ¿te sostiene… o te consume?
