Cuando mi mente gritaba, mi alma susurraba...

“Esa noche entendí que a veces el amor no se mide por cuánto luchamos por quedarnos, sino por la fuerza con la que aprendemos a irnos cuando ya no hay lugar para nosotros. Verte sonreír para otro fue como escuchar cómo se cerraba una puerta que imaginaba abierta, y aun así, recogí tus recuerdos con las manos temblorosas y el alma rota, sabiendo que soltarte era el acto más puro de amor que podía ofrecerte en ese momento.”

VOCES DEL ALMA

5/23/2025

Querido diario,

No pude más con este peso sobre mi cuerpo. Tras una semana de silencios compartidos —ni un mensaje, ni una llamada, apenas un susurro imperceptible— quise desprenderme del dolor, aunque solo fuera por unas horas, y acepté la invitación de unos amigos para salir. Acabamos cenando en Getaria, ese pueblito costero que siempre me atrajo con su olor a mar, la promesa de un rodaballo perfecto y un vino inolvidable.

Al principio, todo fueron risas y anécdotas de juventud; nos conocíamos hace poco tiempo, pero celebrábamos derrotas y victorias como viejos camaradas. El aroma de la buena cocina se mezclaba con la brisa norteña, fresca incluso en pleno verano, y esa misma frescura sentía yo por dentro. Mi mente no dejaba de gritar tu nombre, Miriam, repitiéndolo sin clemencia. Cada bocado me sabía a ceniza, y cada comentario me recordaba lo que ya no era. Todavía no me apetecía salir; sin embargo, sentía la necesidad de arrastrar mis pasos lejos de este nudo que formábamos tú y yo.

Fue entonces, en un capricho de la fortuna o de la fatalidad, cuando el mundo pareció detenerse. Caminaba hacia el servicio, atravesando el pasillo entre mesas de madera, cuando mis piernas se negaron a obedecer; mi vista se nubló y sentí que caería, aunque no era un desmayo: era el asombro. Te vi. Tras siete días sin contacto, allí estabas, sentada a pocos metros de mi, acompañada por un hombre que no conocía: elegante en sus movimientos y sutil en cada gesto. Su camisa contrastaba con tu vestido de seda azul estampado con flores. Esa prenda que en ocasiones hizo brillar tu presencia frente a mis ojos. Las velas se reflejaban en tu cabello y tu sonrisa irradiaba luz… pero aquella noche, diosa mía, brillabas para otro.

En ese instante me hundí en un pozo de aire helado. El murmullo de las conversaciones cercanas se transformó en un estruendo insoportable que retumbaba en mi cabeza. Apenas pude girarme y dirigirme a la mesa de mis amigos, como un náufrago aferrándose a un trozo de madera. El mundo se partió en dos: tú, inalcanzable, y yo, varado en una orilla de silencio. Ninguno a mi alrededor era consciente de lo que me ocurría. Sólo yo debía enfrentarme a ese vértigo. Sin pensarlo, dije que les pagaría por Bizum y me levanté con la valentía forzada de quien, herido, decide huir. Salí al fresco de la noche con el pulso desbocado y respiré la brisa marina como si cada bocanada pudiera borrar la imagen de tus labios sonriendo para otro. Aunque uno de mis amigos salió conmigo e insistió en acompañarme, lo único que logré susurrar fue que me dolía el estómago. Me alejé tambaleante. Cada paso retumbaba en mi pecho y avancé hacia mi coche como un animal que se siente presa y huye de su cazador, con el corazón clavado en la garganta y la certeza de que aquel refugio de metal sería mi único salvavidas en medio de aquellas aguas embravecidas.

Conduje sin ser muy consciente de cuál era mi camino. Las lágrimas brotaban por mis ojos como lo hace la lluvia en las tormentas de verano, empañando los parabrisas con remolinos tristes. Cada kilómetro que recorría no era un tramo de asfalto, sino un laberinto de recuerdos: tu risa en la cocina, el roce de tu mano al despertar, el sabor de aquel último beso que aún guardaba en la garganta.

Al llegar a casa, las luces del pasillo me recibieron con una calma que me dolía en lo más profundo de mi ser. Abrí la puerta y todo seguía en su sitio: tu bufanda colgada en el perchero, el libro en la mesilla, tu taza preferida sobre la estantería... Me quedé inmóvil, sintiendo como el silencio se convertía en un viejo amigo que sabe de mi pena. Con las manos temblorosas, comencé a recoger cada una de tus cosas. Algunas las doblé con cuidado. Otras simplemente las envolví en papel y las guarde en una caja. Cada objeto era un latido compartido que exigía mi adiós. Mientras envolvía cada recuerdo, odiaba todo de ti, odiaba tu presencia en mi vida. Sentía rabia por lo que me habías dado y luego arrebatado, dolor por el vacío que fue creciendo sin pedir permiso.

Ahora, escribo esto con la mirada empañada, tratando de entender lo que duele y, al mismo tiempo, sintiendo un atisbo de valentía: la certeza de que soltar también es un acto de amor. En el fondo de mi corazón, sabía que al día siguiente, cuando despertará, habría vaciado de tus huellas ese refugio compartido. Y en ese espacio limpio, quizás, encontraría la paz para escuchar lo que mi alma susurraba.

— Lucas

Relaciones saludables