Cuando decir adiós no es para siempre…

“Se acercó al fuego que una vez calentó su piel, no para quedarse, sino para recordar cómo ardía. Y cuando el calor rozó su alma, se apartó en silencio, comprendiendo que algunas llamas existen solo para ser memoria.”

VOCES DEL ALMA

4/29/2025

a man and a woman standing in a field
a man and a woman standing in a field

Aquel adiós nunca fue la última palabra. Aunque muchos creen que las despedidas se pronuncian al cerrar un capítulo, en realidad quedan suspendidas en el eco de la mente, susurrando a hurtadillas en cada silencio. Cada vez que él cerraba los ojos, la despedida renacía con matices distintos, como un verso inacabado que insiste en repetirse sin hallar su final, deteniéndose una y otra vez en la misma palabra: “adiós”. Pero ese adiós no era el fin —ni podría serlo jamás—, porque en cada recuerdo y en todo pensamiento sobre lo que pudo ser y no fue, emergía la caricia de un pasado inacabado.

En lo más hondo de su ser se libraba una batalla silenciosa entre dos voces: por un lado, el instinto, ese viejo aliado que le urgía a lanzarse de nuevo al fuego que antaño ardió en su corazón, a fundirse sin medida en el calor que un día calentó su piel; por otro, la intuición, guardiana tenue del alma, que le recordaba con delicadeza el precio de las brasas —unas brasas que no queman en la superficie, sino que ahogan por dentro sin poder apagarse—. ¿Debía entonces ahondar en explicaciones ya gastadas o perseguir respuestas que quizá nunca existieron? ¿O bastaría con aceptar que hay llamas que solo arden al reencontrarse con el pasado?

—Sé que a veces el porqué no existe. Hay caminos que se sorprenden a sí mismos, amores que, sin razón aparente, se desvanecen al primer atisbo de luz — decía Miriam, cuando Lucas la interrumpió.

—¿Entonces basta con aceptarlo? ¿Con resignarse a que algunas llamas sólo ardan en el fugaz instante de un recuerdo? — preguntó él con voz entrecortada.

—Aceptar no es rendirse, sino soltar lo que quema en ese momento. No todo depende de ti — respondió Miriam, serena.

Lucas la miró, ajeno a las palabras, asediado por una muchedumbre de pensamientos. Necesitaba recomponerse.
—Mira… sané lejos de ti, en la distancia, descubriendo que el silencio cura tanto como el tiempo — admitió él —, pero eso no es lo que yo quería. Nunca quise alejarme de ti.

—Sanar cerca implica riesgos — continuó ella —. Significa volver a rozar las brasas, sentir el calor y luego apartarse. Eso genera dolor y sufrimiento. Sólo deje que tu mundo se volvería a recomponer.

—Agradezco que pienses en mí, aunque sea para alejarme de tu vida —confirmó Lucas, con un tono de reproche que se disipó al instante—. Perdóname; no tengo nada que reprocharte. Hiciste exactamente lo que te pedí, aunque en el fondo deseaba que rompieras esas palabras y volvieras a buscarme.

....

Al llegar a casa, Lucas cerró la puerta con suavidad, como si temiera quebrar el frágil puente tendido entre él y su pasado. La penumbra del salón lo envolvió, y el eco de sus pasos le recordó que volvía a habitar su propia soledad. Sobre la mesa, el cuaderno donde anotaba sus recuerdos permanecía abierto sobre unas páginas en blanco aguardando hambrientas el cauce de sus pensamientos.

Se liberó del abrigo con las manos ligeras, aunque el pulso le temblara. Tomó el bolígrafo y el silencio se hizo cómplice de su confesión. Cada palabra que trazaba era un destello de aquella tarde, cada frase un reflejo de la pureza del amor que aún latía en su pecho. Sintió el vacilante pulso al describir el brillo de los ojos de Miriam, la energía brillante de su sonrisa y el estremecimiento al rozar de nuevo la suavidad de su piel, como si fueran notas de una melodía antigua que volvía a sonar.

Dejó fluir su inquietud, preguntándose si aún hacía falta resolver el enigma del "por qué". Había aprendido que existen anhelos que solo viven en los sueños y que a veces es mejor acogerlos como susurros imposibles de apresar. Entonces plasmó el fuego que en otro tiempo lo consumió, hoy reducido a brasas tibias que alumbran sin quemar, revelando la verdad de un amor imperfecto, vibrante en la memoria.

Escribió sobre la forma inevitable de amar. Recordó cómo eligió amarla eternamente, aunque esa elección le resultara confusa y dolorosa. Evocó su liberación al distanciarse, el bálsamo silencioso que el tiempo y la soledad le ofrecieron, y la paz descubierta al entender que sanar no significa renunciar al cariño, sino transformarlo en gratitud.

Página tras página, su soledad cedió espacio. El cuaderno se llenó no solo de nostalgia, sino de una tenue esperanza, de la certeza de que aquel adiós, estrecho y cargado de ternura, era en realidad la antesala de un renacer. Pensó entonces en una metáfora relacionando el amor con el póker. Sus cartas habían sido imperfectas, marcadas por miedos e inseguridades, pero también por actos de bondad y entrega. No había lamento en esa baraja, sino gratitud por haber jugado con todo lo que él era y es.

Al levantar la vista, la estancia le pareció menos vacía. Observó su reflejó en el cristal de la ventana, donde vio a un hombre dispuesto a recomenzar, con cicatrices suaves como recuerdos y la mirada fija en el horizonte. Cerró el cuaderno con un suspiro y, por primera vez desde el reencuentro con Miriam, dejó que una sonrisa silenciosa acompañara el latido claro de su corazón.

Relaciones saludables